Padre Alberto Hurtado S.J.

Textos del Padre Hurtado que nos muestran otras facetas de las que ya conocemos de él. Su fuerza, creatividad y entusiasmo tenían su origen en su FE en Cristo.

Saturday, June 25, 2005

LLAMADOS A LA LIBERTAD


Alberto Hurtado SJ

- Que todas las criaturas sean transparentes y me dejen siempre ver a Dios y la eternidad. A la hora que se hagan opacas me vuelvo terreno y estoy perdido.

- Este ideal es el equivalente del pensamiento ignaciano de la mayor gloria de Dios: Buscar en todo, no lo bueno, sino lo mejor, lo que más me acerca a Dios; lo que puede realizar en forma más perfecta la voluntad divina.

- Dios nos conceda este ideal realizado, esta comprensión vivida, que lo único que vale es Dios, y todo lo demás, ante Él, es como si no fuese. “¿Qué tiene esto que ver con la eternidad?”. “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su alma?”.

- El tanto cuanto es un principio fundamental; es la sabiduría divina; es una balanza de precisión absoluta Usar y dejar: Nivelar el querer y el poder es la base de la felicidad. Es feliz el que puede lo que quiere. ¡Usar y dejar! Tanta fortaleza para lo uno, como para lo otro. Nada me debe mover a tomar o dejar algo, sino sólo el servicio de Dios y la salvación de mi alma. La rectitud de intención es cosa más difícil que las rectificaciones simplistas que creemos hacer.

- Pensar que mi fin es el cielo y todo lo que hay como trenes. Buscar ¿Cuál es mi tren? No he de aferrarme a las cosas por sí mismas, porque sean bonitas o feas, sino porque me conducen.

- ¿Cómo obtener la rectitud de intención? Dominando mis afectos sensibles por la contemplación y la mortificación. Desarrollar en nosotros, por la meditación y la oración, el gusto de la voluntad de Dios. Entonces bajo cualquier disfraz que Dios se esconda lo hallaremos.

- Supuesta la voluntad de Dios, todas las criaturas son igualmente aptas para llevarnos al mismo Dios: riqueza o pobreza, salud o enfermedad, acción o contemplación, Evangelio, liturgia, prácticas ascéticas: lo que Dios quiera de nosotros. Entre las manos de Dios cualquier acción puede ser instrumento de bien, como el barro en manos de Cristo sirvió para curar al ciego.

- El que ha comprendido la espiritualidad de la colaboración toma en serio la lección de Jesucristo de ser misericordioso como el Padre Celestial es misericordioso, procura como el Padre Celestial dar a su vida la máxima fecundidad posible. El Padre Celestial comunica a sus creaturas sus riquezas con máxima generosidad. El verdadero cristiano, incluso el legítimo contemplativo, para asemejarse a su Padre se esfuerza también por ser una fuente de bienes lo más abundante posible. Quiere colaborar con la mayor plenitud a la acción de Dios en él. Nunca cree que hace bastante. Nunca disminuye su esfuerzo. Nunca piensa que su misión está terminada. El trabajo no es para él un dolor, un gasto vago de energías humanas, ni siquiera un puro medio de progreso cultural. Es más que algo humano. Es algo divino, es el trabajo de Dios en el hombre y para el hombre. Por eso se gasta sin límites.

- ¡Soy libre! Mi gran título de honor; el privilegio del hombre, del ángel y de Dios. En la creación material ningún otro ser es libre. Todos ellos llegan a su fin necesariamente. Nosotros no. Tenemos ley, la conocemos, tenemos fuerza para observarla. De nosotros depende su observancia o inobservancia. La libertad es la más grande perfección de todo el universo.

LA SANTIDAD


Textos escogidos

Alberto Hurtado SJ

- La santidad hace renacer la vida.

- La santidad: una gran confianza en Dios.

- Los santos han sido los hombres de eternidad.

- La santidad es lo mas grande que hay en el mundo, porque es poseer a Dios, tener en la realidad de verdad su vida misma, obrar como El. La santidad se reduce a imitar a Cristo en lo que tiene de Dios por la vida de la gracia, en lo que tiene de hombre por la práctica de las virtudes.

- Un santo es imposible si no es hombre, no digo un genio, pero un hombre completo dentro de sus propias dimensiones.

- Pero para llegar a esa santidad, hay en realidad que sacrificarlo todo; no puede estimarse en poco cualquier cosa a la cual uno se apega. Por poco que esto sea el corazón se apega entero, con tanta fiereza como si se tratara de un bien eximio. Se concentra, intensifica sus afectos... No hay más que un remedio: quitarlo todo, no adherir a nada más que a Dios solo. ¡El santo es el que realiza este deseo!.

- Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto.

- Dios ha querido al crearnos, que nos santificáramos. Este ha sido el motivo que explica la creación: tener santos en el mundo; tener hijos en los cuales se manifestaran los esplendores de su gracia. Ahora bien, ¿cómo santificarse en el ambiente actual si no se realiza una profunda reforma social?

- Aceptan la invitación a la santidad, porque a esto se reduce en primer término el llamamiento de Cristo: para la conquista de las almas hay que ser otro Cristo, Cristo divinizado por la gracia santificante, Cristo obrando, como Jesús, en pobreza, humillación y dolor, que son las características más claras de la vida del Maestro. Aceptar este ideal es dejar toda ilusión de una vida entregada a la sensualidad y al amor propio, carnal y mundano, y aún al amor espiritual que consista en regalos y consuelos.

- Un gran amor a Cristo, autor y modelo de nuestra santificación. Contemplar con amor su vida para copiar en la mía sus rasgos, para seguir sus consejos, que son dados para el siglo XX, para mí. Y con inmenso valor -eso es tener fe- arrojar la red, lanzarme a realizar el plan de Cristo por más difícil que me parezca... por más que me asistan temores... con la consulta prudente para determinadas resoluciones. Seguir a Cristo y realizar sus designios para mí.

- Hambre de Santidad, de santidad a imitación de Cristo... de santidad pobre, humilde y dolorosa; siervos de Cristo, ¡Redentor crucificado! Y con estos hombres “ser crucificado para el mundo”, como pedía San Ignacio, que no buscan sus comodidades, en honra, ni la fortuna, con estos hombres ir a la conquista del mundo, conquista que más que el fruto de sus palabras, será el fruto de la Gracia de Dios que se transparentará en estas vidas que no tienen nada de lo que el mundo ama y abraza, sino de lo que Cristo amó y abrazó.

- Para ser santo no se requiere pues sólo el ser instrumento de Dios, sino el ser instrumento dócil: el querer hacer la voluntad de Dios. Los que así obran proceden empapados de sobrenatural, engendrados en su obrar de sobrenatural, deificados. La actividad humana se hace santa mientras está unida al querer divino. Lo único que impediría nuestra santificación en el obrar es la independencia del querer divino... Para obrar sobrenaturalmente, para alcanzar el Infinito no hay más que un medio proporcionado: que Dios obre en nosotros, que el Infinito se encarne en nuestra operación.

- Pero para llegar a esa santidad, hay en realidad que sacrificarlo todo; no puede estimarse en poco cualquier cosa a la cual uno se apega. Por poco que esto sea el corazón se apega entero, con tanta fiereza como si se tratara de un bien eximio. Se concentra, intensifica sus afectos... No hay más que un remedio: quitarlo todo, no adherir a nada más que a Dios solo. ¡El santo es el que realiza este deseo!.

- La santidad consiste en ordenar nuestro amor. Voluntad ordenada es la que ama los medios por su razón de medios que lo conducen al fin de su vida (...) Don de Dios es la indiferencia, pero don que requiere mi colaboración quitando de mi el afecto a las cosas criadas en todo lo que es desordenado.

- Imitar a los santos no es copiar un ideal, ni copiar a los santos. Es dejar como ellos que otro conduzca la persona humana adonde no quiere ir, es decir, que el amor la configure desde dentro según la forma que trasciende toda forma para poder llegar a ser un modelo, no una copia.

- Santos, santos, hombres chiflados por su ideal. Para los cuales Cristo sea una realidad viviente, su Evangelio un código siempre actual, sus normas algo perfectamente aplicable a su vida y que trato de vivirlo… Hombres que se esfuercen en amar y servir a sus hermanos, como Cristo los serviría; esos son los conquistadores del mundo: Menos proselitismo y más santidad; menos palabras y más testimonios de vida.

LA PRÁCTICA DE LA JUSTICIA

Extracto del quinto capítulo de “Humanismo Social”

Alberto Hurtado SJ

Toda educación social comienza por valorar la justicia. La justicia parece una virtud desteñida, sin brillo, porque sus exigencias son a primera vista muy modestas, por eso no despierta entusiasmos. Su cumplimiento no acarrea gloria. Es la más humilde de las virtudes. Uno podrá ufanarse de sus limosnas, pero no de no haber matado a alguien, ni de haber pagado sus deudas, de no haber difamado al prójimo. Esto es lo que tenía que hacer y nada más.

Y sin embargo la justicia es una virtud difícil, muy difícil cuya práctica exige una gran dosis de rectitud y de humildad. Hay mucha gente que está dispuesta a hacer obras de caridad, a fundar un colegio, un club para sus obreros, a darles limosna en sus apuros, pero que no puede resignarse a lo único que debe hacer, esto es, a pagar a sus obreros un salario bueno y suficiente para vivir como personas. Hay quienes gozan en abrumar con su bondad a sus inferiores, pero les niegan la más elemental justicia. Y luego se asombran que sus empleados no aprecien todo lo que su bondadoso patrón hace por ellos, que a pesar de todos sus esfuerzos sean ingratos y descontentadizos. Aunque parezca paradójico, es más fácil ser benévolo que justo, pero la benevolencia sin justicia no salvará el abismo entre el patrón y el obrero, entre el profesor y el alumno, entre marido y mujer. Esa benevolencia fundada sobre una injusticia fomentará un profundo resentimiento.

Al que se siente superior le halaga tomar una actitud paternal porque le da una deliciosa sensación de mando. La simple justicia destruye esa sensación y lo coloca en pie de igualdad con los que estima sus inferiores. Pero el hombre, el obrero particularmente, no quiere benevolencia, sino justicia, reconocimiento de sus derechos, de su igualdad de persona. Ningún otro substitutivo lo puede satisfacer.

Esta benevolencia, como muy bien la analiza Ch. Blüher, revela un engaño inconsciente dirigido a eludir la justicia; envuelve el deseo de conservar la propia estimación, incluso ante sí mismo, como hombre desprendido y generoso, pero conservando también los beneficios de sus bienes y de su influencia. Es una combinación del servicio de Dios con el de mammona. El que practica la caridad pero desconoce la justicia se hace la ilusión de ser generoso cuando sólo otorga una protección irritante, protección que lejos de despertar gratitud provoca rebeldía.

Muchas obras de caridad puede ostentar nuestra sociedad, pero todo ese inmenso esfuerzo de generosidad, muy de alabar, no logra reparar los estragos de la injusticia. La injusticia causa enormemente más males que los que puede reparar la caridad.

No es raro encontrar quienes entiendan mal la doctrina de la Iglesia sobre la caridad. Es cierto que ella coloca a la caridad como la más perfecta de todas las virtudes, pero no a una caridad que desconoce a la justicia, no a una caridad que hace por los obreros lo que ellos deberían hacer por sí mismos, no una caridad que se goza en dar como favor, atropellando la dignidad humana, aquello que el obrero tiene derecho a recibir. Esta no es caridad sino su caricatura. La caridad comienza donde termina la justicia. A veces se da menos que lo que reclama la justicia y se piensa que se da más.

Que los encantos de la caridad no nos lleven a despreciar a esta hermana humilde y sencilla, la justicia. Dejémosla poner en orden la casa, colocar cada cosa en su sitio; después vendrá la generosidad del alma cristiana que llenará con largueza aquello que la justicia no pudo colmar.

Estamos felizmente en una época que clama por la justicia. Después de larga opresión los hombres no piensan satisfacerse con nada menos que con la justicia y aspiran a obtenerla aun cuando en la tentativa hubiera de saltar en pedazos el edificio social.


La pasión por la justicia estalla con fuerza devastadora. En muchos casos la pasión es ciega y recurre a medios que están destinados a resultar desastrosos. Es triste, como lo deplora Pío XI, que el clamor por el pan, que es de toda justicia, vaya acompañado con frecuencia con sentimientos de odio que nunca pueden ser justificados.

El marxismo y el totalitarismo en medio de sus exageraciones han hecho un llamado a las masas para reparar la justicia violada por la economía liberal, y si han encontrado en ellas un eco profundo ha sido más que por sus errores, por el alma de verdad que encierran, por su clamor en pro de la justicia. Si tantos obreros se han alejado en nuestros días de la fe, muchas veces ha sido porque ellos alimentan la idea equivocada que la Iglesia no está incondicionalmente al lado de la justicia, sirviéndoles de pretexto las actuaciones aisladas de muchos católicos desprovistos de sentido social.

A este desorden debemos oponer el orden de la justicia, sin temor de trastornos, ni de catástrofes. Los hombres son muy comprensivos para saber esperar la aplicación gradual de lo que no puede obtenerse de repente, pero lo que no están dispuestos a seguir tolerando es que se les niegue la justicia y se les otorgue con aparente misericordia en nombre de la caridad lo que les corresponde por derecho propio. Debemos ser justos antes de ser generosos. La injusticia causa más males que los que puede remediar la caridad.

el sentido de la rectitud

El amor a la justicia se convertirá insensiblemente en una disposición de delicadeza, que nos incitará a evitar todo asomo de injusticia y a cortar una cooperación con los que pretenden perpetuar los abusos.

Cada cual practicará su profesión con absoluta corrección para con todos. El abogado defendiendo el derecho y evitando tinterilladas que pueden estar de acuerdo con la letra y no con el espíritu de la ley.

El ingeniero recordará que los hombres son de naturaleza muy distinta de las máquinas, que tienen derecho a consideraciones debidas a la dignidad de su persona, y no escatimará sacrificios para pagarles un salario justo mientras pueda soportarlo la empresa.

El agricultor reconoce que los hombres son inmensamente más valiosos que los más finos animales, y que las consideraciones que merece un ser humano son de orden muy distinto a las que podría dar a los otros seres de la creación material. El hombre es nuestro hermano. No soporta, por tanto, que mientras las cosechas se guardan con pisos de cemento y muros de concreto, y los caballos de carrera tienen abrigo para el invierno y cuidador que les prepare la cama y la comida, los pobres, a causa de un salario injusto, y de falta de caridad social vivan en chozas con suelo de tierra y techo de totora y en la práctica sean tenidos en menos estima que los animales que se presentan a la exposición.

El empleado no ocupará las horas de trabajo en actividades de lucro personal. El comerciante declarará honradamente las utilidades. El contratista no hará a la carrera sus trabajos con materiales de segunda, y a veces dejando deliberadamente mal terminada la obra para ser nuevamente llamado. El prestamista no exigirá intereses usurarios. El corredor de comercio no traspasará a su cliente los papeles inseguros; ni hace juegos turbios en la bolsa aprovechando noticias maliciosamente esparcidas, o abusando de informes confidenciales.

¡Acaparamientos, productos falsificados, vino bautizado, leche aguada, abonos mezclados con tierra, fardos de cáñamo con piedras en el interior, ampolletas quemadas con cajas nuevas... tantas y tantas formas de fraude social!

En el trato con las personas modestas el jefe no sospechará de sus intenciones, velará por sus intereses como por los propios, será agradecido a sus servicios recordando que todo el oro del mundo vale menos que un acto humano y que en este sentido el patrón queda siempre deudor a sus obreros.

Los patrones con frecuencia se quejan de sus obreros y lamentan que tengan tan poca conciencia. Los obreros echan de menos el espíritu de justicia y de caridad de parte de sus patrones. Cada clase social lamenta esta falta de conciencia en la clase que complementa la propia. Mientras esa conciencia se generaliza, yo, obrero o patrón, haré un firme propósito: ¡Yo al menos, seré hombre de conciencia!

Así, en cuanto sea posible, el creyente mantendrá la integridad de su alma en un mundo que se desintegra. ¡Que sus manos sean puras por más impuro que sea el mundo que lo rodea!

el sentido del escandalo

Toda acción social exige primeramente en cada uno de nosotros una obra de purificación espiritual. La primera condición de esta obra es despertar en nuestro espíritu el sentido del escándalo. Tan sólo depende de cada ciudadano en una ínfima medida suprimir la miseria y la desocupación, dar a millones de hombres, desnutridos, alojados como perros y reducidos a la desesperación, un alimento suficiente, una vivienda salubre y las condiciones esenciales de la moralidad. No podemos cambiar rápidamente el curso de la historia.

Pero una cosa depende de nosotros y esa siempre es posible. Aunque aceptemos el mal como una fatalidad provisoriamente invencible, no lo justifiquemos como si fuese el bien absoluto. Constreñidos a los actos viciados por las condiciones que nos dominan, podemos salvar al menos la pureza de nuestro juicio; podemos al menos afirmar que no es buena ni digna de ser inmovilizada para siempre una arquitectura social que hace nacer la miseria de la abundancia y la desocupación de la ingeniosidad técnica; que hace al trabajo esclavo y al dinero rey. Lo que siempre podemos hacer es asombrarnos y sufrir. ¡Asombrarnos y sufrir! He aquí lo que todo cristiano debe hacer cuando ve el desorden instalado en vez de la justicia.

Ha sido muy mal entendida la doctrina de la Iglesia sobre la resignación, como si el católico debiera resignarse, sin luchar, al curso de los acontecimientos: tal concepción equivaldría ciertamente al opio del pueblo. Pero no ha sido nunca esa la doctrina de la Iglesia: el católico debe luchar con todas sus fuerzas, valiéndose de todas las armas justas para hacer imperar la justicia. Sólo cuando ha quemado el último cartucho tienen derecho a decir que ha cumplido con su deber. Ante los hechos consumados, que no está en su mano evitar, se resigna, pero no ante las realidades que él puede evitar o modificar.

Es menester vivir, aceptar, someterse, pero se puede al menos mantener la rebelión dolorosa de las conciencias, porque también importa crear las condiciones psicológicas del progreso. Porque todo está perdido si el hombre se resigna al mal desde un principio y pone todo su valor y toda su prudencia en instalarse en el presente, sin guardar lo mejor para preparar el porvenir.

Es cierto que los problemas económicos son muy complejos. ¿Qué podemos hacer cuando nadie ve claro? Se diría que las soluciones escapan a la pobre inteligencia humana... Es posible; pero al menos se puede protestar, protestar con la conciencia cuando no se dispone de otra arma, protestar con la voz, cuando se tiene aliento. Se puede no adquirir el hábito de la injusticia. Se puede rechazar las complicidades... "El silencio sobre las injusticias sociales perjudica en mayor grado a la Iglesia de lo que pudieran servirla grandes discursos sobre el peligro de las logias".

La meditación, la oración, la educación deberían mantenernos con los ojos siempre abiertos al dolor humano, con el corazón adolorido por sus sufrimientos y con la conciencia que rectifica en cada circunstancia los criterios que la masa horriblemente niveladora trata de imponer como criterios de mundo, como lo que todos aceptan, como lo inevitable. El sentido del escándalo nos mantendrá en permanente protesta contra el mal.

Sunday, June 19, 2005

LA PASIÓN


Alberto Hurtado SJ

El cristianismo al que hemos sido llamados, desde que le dijimos a Cristo que queríamos seguirlo, es una configuración entera y total con Él, nuestro modelo, nuestra vida... Configuración total, por tanto sin excluir las cumbres de su vida de amor y donación que se manifiestan sobre todo en su Pasión dolorosa. Y todo esto, por mí... por mí, para elevarme a mí a la altura de su amor.

La piedra de toque del amor es el sacrificio. Muchos amigos tenemos mientras no hay sacrificio que hacer, pero al menor sacrificio, los amigos disminuyen; y ninguno ama a otro tanto, como el que da su vida por el amigo. Así nos lo reveló el mismo Jesús.

En esta meditación vamos a conocer cuál es el amor que Jesús nos ha tenido; tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo Unigénito y no sólo nos lo dio, sino que el Hijo Unigénito por nosotros fue dando todo cuanto podía dar, fue dándolo en la forma del mayor desprendimiento, y tomó sobre sí cuanto podía hacerlo sufrir, y todo por amor a mí...

Hagamos un sencillo recorrido de lo que Jesús dejó por mí. Todo lo que puede constituir el bienestar humano lo sacrificó Jesús por mí. Nació sacrificándolo todo, porque para nacer fue a buscar un humilde establo, lo más miserable que parecía existir sobre la tierra; luego fue prófugo en un país extraño, para darnos ejemplo de ese abandono de todo lo humano y descansar tranquilo en la confianza amorosa del Padre de los cielos... Vuelve a Nazaret y tiene un humilde pasar. Pero aún eso quiere dejarlo, porque aún hay algo mas que ofrecer…

Miremos nuestro bienestar, nuestra pieza, nuestra cama, nuestros muebles, nuestra casa, nuestro sistema de viajar... y miremos luego a Cristo, y sentiremos vergüenza. Y ¿quién es el sabio?: ¿El mundo que predica el confort como fin último? ¿O Cristo que nos enseña el desprendimiento de todo para manifestar el amor a la voluntad del Padre de los cielos? Serenamente miremos ese sublime ejemplo: ¡Cristo que todo lo deja, yo que tanto ambiciono para mí!!

Pobre había sido siempre el vestido de Cristo. Su túnica mojada en su propia sangre... pero ¡es su túnica! Y la ha de dejar para vestir el vestido de los locos, ser el hazme reír de todos... Se le despoja de todo: sus vestidos son distribuidos entre sus verdugos y sobre su túnica echaron suertes. Y el Rey del cielo, el que ha creado los astros, el sol y el follaje de las plantas, que viste a las aves del cielo y a los lirios del campo, por amor al hombre, por amor a mi, para enseñarme la sublime lección de sabiduría, el saber dejarlo todo cuanto está de por medio la voluntad de su Padre de los cielos, muere desnudo. Nada ha querido retener, ni siquiera un paño que cubra su cuerpo... ¿Y yo? Mi vestido...

Durante sus años de predicación comía lo que le daban. Ahora pide algo que apacigüe su sed, y le dan hiel y vinagre ¡Cuánto ha dejado Jesús! Señor, Señor, ¡qué vergüenza me da mi falta de mortificación llevada al extremo! Estoy atado por tantas consideraciones cuando se trata de la gloria de Dios.

¡Qué triste debe ser para un hombre ver el fracaso de su obra, el abandono de sus amigos! Jesús ha fracasado. El fracaso, el deprimente fracaso, también lo conoció Cristo. El Señor terminó su vida humanamente en el mayor de los fracasos. Toda su obra destruida, sus Apóstoles dispersos, su Vicario negándolo, Judas se suicida después de haber sido traidor... ¡Fracasos! ¿Tememos emprender algo por el fracaso? Pero ¡si no buscamos el éxito sino la gloria de Dios! Sepamos dejarlo todo por Cristo y sepamos que después de habernos sacrificado mucho se nos dejará a un lado, se nos arrinconará... los discípulos queridos no se acordarán; a uno quizás le negarán el saludo en la calle...

Cristo fracasó humanamente. Sepamos por Cristo no exigir éxitos, sino los puestos difíciles, los encargos duros, y cuando fuere necesario aceptar un fracaso, no negarle a Cristo nuestro Jefe lo que Él tomó y aceptó por mí.

Nuestro amor propio herido se subleva a veces ante un bochorno, un fracaso, una incomprensión, un chisme. Enrojezco, pierdo la paz, se me acaba la alegría. En esos momentos pensemos en Cristo. ¿Quién es Él? Y ¿cómo se le trata? Cuando uno ha visto esto no tiene ánimo para quejarse... Su paz y su consuelo. Cuando uno hace grandes sacrificios externos cuando se ve pospuesto a todos, calumniado, enfermo... un consuelo parece que tiene al menos el derecho de pedir: la paz interior, el gozo de darse cuenta que Dios está contento de su sacrificio, el contemplar en el fondo de su espíritu el rostro sereno de su Padre Dios...

Nosotros lo hemos dejado todo. No nos quejamos, ¡pero que Dios nos dé facilidad en la oración, serenidad, consuelo... la satisfacción de vernos crecer en santidad, la comprensión del sentido de nuestros esfuerzos y de nuestro sacrificio! Si queremos ser discípulos de Cristo crucificado, hasta eso hemos de renunciar: dame tu amor y gracia que eso me basta y no pido nada más. Tu amor, aunque yo ignore que me amas. Que estés tú contento. Eso basta.

En la noche de Getsemaní y probablemente durante todo el drama de la pasión triste estuvo el alma de Cristo, triste hasta la muerte, turbado, angustiado, casi enloquecido de dolor. Ni siquiera quiso reservarse aquello que hubiera parecido lo menos, la entereza de mostrarse inaccesible al dolor.

Y ante estos dolores ¡cómo explicarlo! Pero parece que el Hijo se hubiese despojado de su facultad de ser insensible a fin de ponerse mejor a nivel de su criatura y de su modo de sufrir.

Y esta desolación interior lo acompañó todo el tiempo de la Pasión... Triste está su alma hasta la muerte cuando con sus hombros hundidos bajo el peso de la Cruz camina al Calvario. Llega un momento en que no puede ocultar más tiempo su martirio, su muerte anticipada y volviéndose a su Padre le dice: Dios mío, Dios mío ¿por qué me habéis desamparado?

No le queda más que un sacrificio que ofrecer, el mayor de suyo, pero en este caso, el menor. Su vida. Ya la había dado, ya había entregado todo lo que puede hacer amable la vida, pero quiso dar la vida misma, y llevar su humana derrota hasta el fin: muerto por nosotros.

¿Dónde podrá encontrarse ni siquiera el símbolo de un amor semejante? Así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito.

Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí. Un aspecto fundamental de la vida espiritual es tomar enserio esta realidad; Dios y yo; no la turba... yo. Dios me ama a mí, muere por mí, viene a mí... Un hombre, yo, soy el centro del amor divino. Lo que hace por mí, lo hace con infinito amor personal. Si en una familia la madre ama a cada uno de sus hijos como si fuese el único, y aunque sean diez los hermanos si uno enferma o muere la madre enferma y quizás llega hasta morir de dolor porque es su hijo; en forma mucho más perfecta todavía Dios me ama a mí, y todo lo que hace lo hace por mí...

Si yo llegara a tomar en serio esta realidad. ¡Jesús muere por mí! ¡Qué arranques de amor sacaría de mi pobre alma, el comprender algo siquiera de lo que Cristo ha hecho por mí! ¡Mi vida sería entonces entera para Él! Si Él dio su vida por mí, dé yo mi vida por Él... y dándola como Él.

ACTITUDES ANTE EL DOLOR

Extracto del capítulo 2 de Humanismo Social

Alberto Hurtado SJ

<>

El auténtico cristianismo es el que ha comprendido y practica la ley del amor. Pero ¿qué es amor? Muchas definiciones se han ensayado del amor, pero tal vez ninguna más precisa que la clásica de nuestra filosofía, desear el bien a alguien: aliviar sus dolores, llevarle alegría, querer para la persona amada los bienes que yo quiero para mí. Nuestro Señor Jesucristo al darnos la señal del verdadero amor nos dice que es desear para el otro lo que yo deseo para mí: “Ama al prójimo como a ti mismo”.

Un cristiano verdaderamente consciente de su fe no puede menos que preguntarse cuál es la situación de sus hermanos, cuáles son sus alegrías y sus dolores para “gozarse con los que gozan y dolerse con los que lloran”, como lo hacía Pablo de Tarso.

Al echar una mirada al inmenso dolor humano podemos sacar dos conclusiones igualmente erróneas: una sería la resolución de remediarlo todo al punto de atacar al mal por todas partes, y de esperar un pronto, definitivo y total remedio. Esta actitud llevará necesariamente al escepticismo, a perder el ánimo y a terminar confesando que no se puede hacer nada. El otro error comienza donde terminó el primero. Parte del hecho de la inmensidad del dolor humano, de lo desesperante del problema para los cortos medios humanos, de las dificultades insalvables que oponen las pasiones egoístas y de la escasez de los medios, y se cruza de brazos, derrotado de antemano: ¡No hay nada qué hacer! Lo que tenga remedio se arreglará solo, y lo demás quedará definitivamente sin solución. ¿Para qué amargar inútilmente mi vida?

Al declarar erróneas ambas actitudes tenemos en vista otra línea de conducta, la única que nos parece legítima. Conocer el mal para dolerse con los que padecen, mirar con profunda simpatía a los que sufren, para ir a buscar el remedio con toda el alma. Cuando la complicidad del corazón está ganada ¡qué diferente resulta el estudio de las soluciones! ¡De qué distinta manera pedimos el remedio de un abuso cuando se trata de alejarlo de nosotros, que cuando hay que defender al prójimo! ¡Conocer el mal y hacer cuanto se pueda por remediarlo!

El problema en su solución total nos sobrepasa, porque radica en la diferencia esencial de los hombres entre sí, en la fuerte carga pasional congénita en todos, y en el hondo misterio del dolor cuya razón íntima no acabaremos nunca de penetrar. ¿No será acaso la causa más profunda del sufrimiento humano “completar lo que falta a la pasión de Cristo”, colaborar con Jesús en la redención de la humanidad? Pobres y dolientes siempre los tendremos con nosotros; siempre será señal distintiva del cristiano el cargar la cruz detrás de Jesús: morir como el grano de trigo para dar fruto en abundancia.

Uno de los mayores tropiezos, si no el mayor, para aliviar el dolor humano es desconocerlo. En todo hombre hay una chispa de lo divino, ya que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Es imposible que quien participa en su ser de la vida divina, que es caridad, no se conmueva si conoce el mal. Algunos casi no conocen el sufrimiento porque viven en un ambiente demasiado alejado de los grandes dolores humanos; otros no conocen el dolor ajeno porque están absorbidos por el propio dolor: lo tienen demasiado cerca para poder ver a los demás que sufren.

Dar a conocer en forma cabal todo el dolor humano es tan difícil como conocer al hombre mismo y los más íntimos repliegues de su ser, en cada uno de los cuales se esconde a ratos un dolor; pero por lo menos podíamos ensayar de asomarnos a ese inmenso campo de luchas para ver siquiera los dolores más externos, los más aparentes, los que más fácilmente se pueden sensibilizar y también los que menos difícilmente pueden ser solucionados por el esfuerzo combinado de los hombres de buena voluntad.

No son sólo los pobres los que sufren, los dolores de la gente de la clase media, de las personas de situación que han descendido de su posición son aún mayores, pero están más ocultos, porque ellos mismos por dignidad se encargan de esconderlos de toda mirada indiscreta. Entre las personas pudientes, aún entre las que nadan en la abundancia, cuántos dolores íntimos que no pueden solucionarse con dinero, cuántos desgarramientos de alma, deseos insatisfechos, tragedias de hogar, pérdidas de los seres queridos, tanto más mortificantes cuanto que los que padecen están acostumbrados a ver realizados todos sus deseos y hasta sus caprichos.

Esta certeza de la perennidad del dolor en el mundo no nos autoriza a contentarnos con predicar la resignación y el quietismo. La resignación sólo es legítima cuando se ha quemado el último cartucho en defensa de la verdad, cuando se ha dado hasta el último paso que nos es posible por obtener el triunfo de la justicia. Cuando esto se ha hecho y sin embargo persevera el dolor entonces el cristiano no acude a la rebelión, no se deja vencer por la amargura ni por el rencor, sino que besa la mano de Dios que es su Padre.

Ante el mal del mundo el cristiano es un perpetuo y total inconformista y al mismo tiempo un hombre realista que hace cuanto las circunstancias le permiten, sabiendo que la peor de las cobardías es la evasión de la acción porque no puede hacer una obra que cumpla con todas sus aspiraciones. Algo, por pequeño que sea vale infinitamente más que nada.

Monday, June 13, 2005

EXTENDER EL SEÑORÍO DE CRISTO

Alberto Hurtado SJ

- Ningún problema humano en el fondo me puede ser extraño. Que nuestra fe no nos adormezca.

- La intensidad de la vida interior, lejos de excluir la actividad social la hace más urgente…. La meditación, la oración, la educación deberían mantenernos con los ojos siempre abiertos al dolor humano, con el corazón adolorido por sus sufrimientos.

- Los jóvenes tienen la misión de transformar el mundo entero y hacer presente el Reino de Cristo. Penetrar en las oficinas donde trabajan muchos empleados, en las fábricas donde trabajan obreros, en los liceos fiscales, en las Universidades, para organizar allí grupos de intensa vida cristiana que sean el fermento sobrenatural de toda esa masa.

- Trabajo de evangelización de los conventillos, las misiones populares en barrios abandonados, la predicación del catecismo al aire libre, la colaboración con el párroco en la extensión del culto a los rincones más alejados de su parroquia. Una obra que reclama especialmente a los jóvenes católicos es la formación de la juventud obrera dentro de los principios de la vida cristiana.

- La Acción Católica persigue nada menos que una transformación completa de los individuos y del ambiente inspirándose en el Espíritu de Jesucristo.

- Podemos multiplicarnos cuanto queramos, pero no podemos dar abasto a tanta obra de caridad. No tenemos bastante pan para todos los pobres, ni bastantes vestidos para los cesantes, ni bastante tiempo para todas las diligencias que hay que hacer. Nuestra misericordia no basta, porque este mundo está basado sobre la injusticia. Nos damos cuenta, poco a poco, que nuestro mundo necesita ser rehecho, que nuestra sociedad materialista no tiene vigor bastante para levantarse, que las conciencias han perdido el sentido del deber.

- Con claridad meridiana aparece que si queremos una acción benéfica, hay que atacar en primer lugar la reforma misma de la estructura social, para hacerla moral. No podemos aceptar una sociedad en que todo esfuerzo de generosidad, de abnegación tenga que dirigirse a socorrer a seres miserables. Dándole a la sociedad una estructura adaptada al hombre, a sus dimensiones reales, las miserias serán menos frecuentes.

- En la construcción de un orden social cristiano la primacía corresponde a lo sobrenatural… El primer elemento de restauración social no es la política, sino la reforma del espíritu de cada hombre según el modelo que es Cristo.

- ¿Quiénes van a llevar esa luz (del evangelio)? Ustedes, luz del mundo, sal de la tierra, levadura de la masa. No dejen la responsabilidad solamente a los sacerdotes, idea terriblemente errónea en nuestra mente cristiana. No es cierto que la Iglesia son sólo los obispos y sacerdotes; ¿quién es más cuerpo, la cabeza o el pie? Ambos igualmente, y tienen solidaridad. La Iglesia somos todos, ustedes tanto como el Cardenal de Santiago y el Papa Pío XII, Uds. tienen tanto la responsabilidad.

Ha llegado la hora en que nuestra acción económica-social debe cesar de contentarse con repetir consignas generales sacadas de las encíclicas de los Pontífices y proponer soluciones bien estudiadas de aplicación inmediata en el campo económico-social.

El primado del amor

Extracto del capítulo once de Humanismo Social

Alberto Hurtado SJ

Es un hecho que la caridad no es la virtud que aparece de relieve en la formación religiosa corriente, y que aún el sentido amplio, positivo de la caridad es con frecuencia ignorado de la juventud.

Muchos creen que ser buen católico significa ante todo ser honesto. Un joven creerá cumplir sus deberes mientras no cometa malas acciones, sin sospechar que en virtud de su religión está obligado a “realizar perpetuamente buenas acciones”. “No tengo nada de que acusarme; no hago mal a nadie”. Está bien no hacer mal, pero está muy mal no hacer el bien.

El amor transformara al individuo

Hay una fuerza inmensa de transformación de las almas que está encerrada en la caridad. Creado el hombre a imagen y semejanza de Dios se siente atraído a colaborar en las obras de Dios.

Cuando un joven no ha encontrado una obra que lo tome por entero, no rinde todas sus posibilidades, parece un caminante cansado, perdido en una ciudad extraña, pero cuando aparece una empresa que vale la pena, deja escapar un grito de liberación. ¡Por fin he hallado algo a qué dedicarme! Ha comprendido que su vida va a tener un sentido, pues, el hombre, como Dios, goza más dando que recibiendo.

Hay mucho heroísmo latente en nuestros jóvenes. Hay en ellos energías inmensas que requieren de alguien que las despierte y les muestre una causa lo bastante grande para ser digna de su vida.

¡Cuántos hombres habrían sido diferentes si hubieran encontrado en su vida alguien que hubiese tenido fe en ellos, alguien que hubiese sabido penetrar la corteza de indolencia y apatía que cubre los grandes valores del alma como el carbón cubre el diamante; pero se necesita un experto y sobre todo un hombre que tenga fe en el hombre y en la gracia de Dios, siempre dispuesta a ayudar a la más noble de sus obras!

El educador que no está convencido de las posibilidades para el bien, latentes en el más despreciable de sus alumnos, debiera dejar de educar. El momento en que penetra en su alma esa “fría prudencia” hija del desengaño que no se fía de nadie, que nada espera y todo lo teme, es una indicación precisa que no debe seguir achatando y deformando almas; mejor que se retire.

Fiarse de los otros es algo aparentemente muy simple, y en realidad muy difícil. Fiarse es entregarle sus obras, sus proyectos, sus ideales, entregarse uno mismo en sus manos. Fiarse de los obreros, fiarse de los jóvenes, fiarse de los niños es una virtud profundamente formadora.

Aquellos que nunca han tenido alguien que se fíe de ellos, no han visto brillar la más bella estrella de su vida. Podrán después decir a sus padres y educadores con razón: hubiera sido diferente si alguien hubiese tenido fe en mí.

Todo hombre es débil cuando solo se defiende a sí mismo, pero su debilidad se vuelve fuerza cuando tiene la responsabilidad de otros seres más débiles que él a quienes defender.

Cuando el ideal es el establecimiento del Reino de Dios, siente el joven la imperiosa necesidad de poseer él primero a Cristo, a fin de poder darlo a los demás. Acude espontáneamente a la oración, comulga con mayor recogimiento, se persuade que su progreso en la vida sobrenatural contribuirá al progreso de su apostolado.

Hacer el bien a los demás sirve más a los jóvenes que hacer el bien a secas. ¡Cómo bendecirán después a quien los inició en el apostolado social!

Uno que protestaba amargamente contra los mandamientos de Dios, mirándolos como restricciones, cerco de prohibiciones, cuando descubrió el valor central de la caridad, en la vida cristiana, exclamó: “Mandamiento de Dios, mandamiento supremo del Evangelio, gran mandamiento de amor, ¡qué impulso habéis dado a mi vida, qué ánimo a mi ser! ¡Aumentad aún más vuestras exigencias: no haréis sino dilatar mi corazón!

Pesada es una moral en que predominan las cadenas; suave, alegre es la moral en que predominan las alas; y el amor tiene alas.

Hay que aprovechar esos hermosos años de la niñez y juventud para hacer entrar en todas formas en el alma abierta entonces como nunca a todas las causas grandes y desinteresadas el espíritu de generosidad, la ambición de dar. “¡En verdad les digo que más vale dar que recibir!”

Irás por el camino

Irás por el camino buscando a Dios; pero atento a las necesidades de tus hermanos. En cualquier momento, en cualquier lugar, entre cualquier compañía, te formularás la admirable pregunta de Franklin: “¿Qué bien puedo yo hacer aquí?”

Y siempre encontrarás una respuesta en lo hondo de tu corazón. Apareja el oído, los ojos y las manos, para que ninguna necesidad, ninguna angustia, ningún desamparo, pasen de largo.

Y cuando a nadie vieras en la carretera llena de huellas, que relumbra al sol, cuando el camino esté ya solitario, vuélvete inmediatamente hacia tu Dios escondido.

Si El te pregunta dentro de ti mismo: ¿Cómo es que no me buscabas, hijo mío?

Le dirás: Te buscaba, “Señor”, pero en los otros.

¿Y me habías encontrado?

Sí, Señor; estabas en la angustia, en la necesidad, en el desvalimiento de los otros.

Y El, por toda respuesta, sonreirá dulcemente.

Siempre que haya un hueco en tu vida, llénalo de amor.

Adolescente, joven, viejo: siempre que hay un hueco en tu vida llénalo de amor. En cuanto sepas que tienes delante de ti un tiempo baldío, ve a buscar el amor. No pienses: “sufriré”, “me engañarán”, “dudaré”.

Ve simplemente, diáfanamente, regocijadamente, en busca del amor... No te juzgues incompleto porque no responden a tus ternuras: el amor lleva en sí su propia plenitud. Siempre que haya un hueco en tu vida, llénalo de amor.

Esta es la misma filosofía social que trasuman los hermosos pensamientos de Gabriela Mistral. En el himno cotidiano dice:

Dichoso yo, si al fin del día,

un odio menos llevo en mí.

Si una luz más mis pasos guía,

y si un error más yo extinguí.

Y si por la rudeza mía,

nadie sus lágrimas vertió.

Y si alguien tuvo la alegría

que mi ternura le ofreció.